Hace
mucho tiempo vivía un matrimonio compuesto por un molinero ruin y ladrón y su
mujer presumida y envidiosa, que se hicieron ricos cobrando a sus convecinos
precios muy abusivos. Cuando juntaron mucho dinero, traspasaron el negocio y se
construyeron una casa señorial a la vera del monte, actuando de manera
orgullosa y soberbia.
En esto, la señora quedó embarazada, y esperaron altaneros
y arrogantes y a un caballero bien plantado, inteligente y digno.
Pero les salió un engendro bizco, con una oreja mayor que
la otra y con nueve dedos en la mano derecha y dos grandes y gordos en la
izquierda. Para colmo, en su frente le sobresalía un bulto enorme,
similar a un cuerno, con la punta blanca; y junto a la nariz una gran verruga
con pelos. Su carácter encima era tosco, testarudo y malicioso. Ya de pequeño gustaba de
torturar y sacrificar todo tipo de animales, lo cual era aplaudido por sus
padres, siendo motivo de orgullo.
Le mandaron a la escuela, pero era zopenco y
pendenciero con sus compañeros, por lo que su maestro no le estimaba; además solo
le consiguió enseñar las letras p y q porque fue incapaz de aprender ninguna
más. Pero de bruto que era, aún así las
confundía. Por eso todos olvidaron pronto su nombre y, siguiendo la costumbre
de los pueblo, le pusieron por apodo “Pecu”.
Un día en clase de matemáticas, repasando las tablas de
sumar y multiplicar, el maestro le interrogó ¿Cuántas son una más dos? Como de
números tampoco aprendió nada, el Pecu de quedó pensando y recordó que su padre
hacía cálculos con los dedos de su mano, así que dedujo que una se refería a su
mano izquierda y dos a la derecha, por lo que sumó sus dedos y orgulloso
respondió ¡once!
Las carcajadas de sus compañeros inundaron el aula, todos se partían de risa por la respuesta
dada y, sintiéndose humillado, saltó sobre su esmirriado compañero de pupitre,
que reía a mandíbula batiente, y le dio un gran pinchazo con su cuerno,
aplastándole contra la pared; acto seguido arremetió contra todos los demás. El
maestro incrédulo intentó intervenir, pero también le atacó, insultándolo y dejándolo
maltrecho.
De
un salto subió a su escritorio destrozando todo mientras gritaba e insultaba al
resto de los niños, hasta que agarró el
crucifijo de la pared y lo tiró al suelo rompiéndolo. En ese momento se oyó un fuerte y espeluznante sonido y
quedó convertido en pájaro, parecido a un gavilán, de cabeza y lomo grisáceos, con
el pecho y vientre rayados y su cola ancha con forma de escoba. Asustado graznó
su nombre Pecu y escapó volando por la ventana.
Desde aquel mismo momento se le escucha repetir
incesantemente “pe-cu, pe-cu”, anunciando el regreso de la primavera mientras vuela
entre las encinas y abedules de Cantabria.
Víctima
de tan repetitivo soniquete es el Ojáncano, que aburrido de escuchar la misma
cantinela, no duda en usar su honda y lanzarle unas cuantas pedradas siempre
que le tiene a tiro.
Es malo incluso como madre, ya que siempre pone sus
huevos en los nidos ajenos para que otros pájaros los incuben y cuiden de
ellos. Sus crías, cuando nacen, tiran y
destrozan los huevos naturales de la especie en la que han anidado, y son adoptados
y criados por los pobres pájaros, que piensan que sus hijos, esta vez, les han
salido un poco raros.
Su maldad atormenta también a las mujeres, ya que este
ave tiene el poder de decidir cuándo se van a casar, aunque, según el humor que
tenga, a veces las fastidia y decide dejarlas solteras.
Al principio de primavera regresa de lejanísimas
tierras. Es en esa época cuando las
mozas casaderas se fijan y se enamoran de alguno de los muchachos del pueblo o
alrededores; entonces, como manda la tradición, tienen que salir al monte y buscar algún Pecu vigilante sobre
la rama de uno de los árboles. Al verle, la moza debe fijar su mirada en él y
con el fin de saber el número de años que faltan para su boda, decirle con voz
suave (para no enfurecerle):
“Pecu,
Pecu, Pecu,
colita
de escoba:
¿Cuántos
años faltan
para
la mi boda?.”
Acto seguido la moza cierra los ojos esperando la
respuesta del ave. Por ejemplo, si canta
“pe-cu, pe-cu” dos veces, es que faltan dos primaveras para su enlace.
La que lo oye siete veces, diez o más, llora desconsolada
imaginando su boda con algún viejo viudo en vez de con el mozo al que echó el
ojo. Y se vuelve a casa llorando muy triste y afligida. Entonces las
mujeres de su familia y amigas la consuelan, con la excusa de la poca habilidad
en matemáticas del Pecu, que no sabía ni sumar uno más uno, y su alta
posibilidad de error, animándola a acudir en años siguientes para ver si se ha
equivocado; cosa que suele suceder.
Pero
el Pecu no solo conoce la fecha de las bodas, también sabe el momento en que se va a morir una persona o un animal. Por
eso, los días en los que está más furioso, se acerca la víspera a la casa en la
que se va a producir un fallecimiento y lo anuncia por la noche cantando “pecu,
pecu” varias veces, hasta que todos lo han oído y se pasan las horas
tristemente pensando si le tocará a alguien de la familia o tendrán la suerte
de que sea solo un animal.
La
leyenda del Pecu se cuenta a los niños
pequeños, para que estén muy atentos en la escuela y aprendan bien pronto a
leer, no vaya a pasarles lo mismo que a aquel muchacho torpe, zángano y
pendenciero que fue condenado a vagar por los montes de Cabuérniga, Saja y el
Nansa durante toda la primavera, hasta que el día de San Juan, 24 de junio,
marcha a otras tierras llevando una cereza en su pico.